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Biblioteca UV

Carlos Giménez: la viñeta de un país: Todo 36-39 Malos Tiempos

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36-39

La puta guerra

Hace cuarenta años, Carlos Giménez comenzó a construir la memoria de la posguerra de este país. Apenas un par de años tras la muerte del dictador, cuando el concepto de memoria histórica era todavía una utopía perseguida por los que todavía velaban por el mantenimiento de los principios del franquismo, Giménez comenzó a narrar sus vivencias en el hogar del Auxilio Social de Paracuellos. Vivencias crueles, que desenterraban unos recuerdos escondidos por la represión. Dando voz a unos niños que hablaban de un pasado atroz que no salía en ningún libro de texto, en ningún libro de historia. Las historias que Carlos dibujaba eran las de aquellos que estaban condenados a no salir en los libros de historia. Tras contar su infancia, se detuvo en su juventud en Barrio para terminar lógicamente con su llegada a Barcelona en Rambla arriba, rambla abajo y sus inicios en la profesión de dibujante en esa joya coral del gremio comiquero que es Los profesionales. Un relato de la historia de este país durante 50 años que terminaba con esa memoria de la Transición exenta de los triunfalismos y maquillaje que llegó después que es España Una, Grande y Libre. Carlos contaba su vida y, con ella, la de todo el país.

Y claro, los lectores, siempre ávidos de más, le pedíamos que diera el paso y contara el periodo que le faltaba. El más crítico. El más odiado. El que rompió un país. Nuestra Guerra Civil. Durante décadas, Carlos se negó a entrar en esos tres años de horror con un argumento inapelable: él contaba lo que había vivido. Y él nació cuando la guerra ya había terminado y lo que quedaba de ella era el hambre omnipresente, el miedo y el dolor. Su memoria de la guerra era la de los retortijones al pensar en comida y la de los sabañones por el frío pegado a los huesos de los que vivían en esa España derruida por los bombardeos.  

Un día, cuando ya había contado todo lo que tenía que decir sobre su vida, Giménez comenzó a investigar sobre lo que ocurrió en aquella guerra. Se dedicó a grabar conversaciones con los que la vivieron, recogiendo decenas de casettes que gritaban el dolor de los muertos, el horror de los asesinos, el hambre de los supervivientes. Y, así, fue construyendo un relato que se convirtió en su propia historia.
Y empezó a dibujar. 36-39 Malos tiempos sería el nombre de una saga que contaría episodios de la guerra. Sin ninguna ambición de hacer un reflejo riguroso e historicista de lo acontecido en esa terrible guerra. Ni un ajuste de cuentas. Ni tan siquiera un ensayo sobre lo que Giménez pensaba de la guerra. No necesitaba hacer eso. Giménez es una persona que nunca ha escondido su compromiso político y siempre, siempre, tuvo claro quiénes fueron los que iniciaron la guerra, quienes fueron los culpables. No se trataba de volver a escribir la historia que está en los libros, sino de dar voz a los que no salen en los libros. Como él mismo decía, dar espacio a esas historias pequeñas que nunca tienen derecho a sobrevivir al olvido. Y, así, comenzó a contar una historia de dolor, de hambre y de muerte. De los que corren bajo las bombas, de los que veían morir a sus amigos, a sus vecinos y a sus hermanos. De esas muertes que no sabían de ideologías, componiendo una visión inmisericorde de la guerra, que sólo admite una lectura: el horror de la puta guerra.
36-39 no intenta hacer un relato ecuánime, de esos tan propios de la transición de “en todos los bandos hubo muertes” ni una reescritura de la historia. Habla de miedo y hambre, de hambre que se empapa en los huesos hasta hacer olvidar cualquier ideología, hasta olvidar la propia humanidad. Omnipresente en todas las páginas, dolorosa. Siempre ha sido difícil mantener la mirada a los niños que dibujaba Carlos, pero en 36-39 es directamente imposible. Sus ojos ya no esconden sufrimiento, son un espejo de desesperación y de dolor sin esperanza. Niños raquíticos que cogen hierbas del campo para poder llevarse algo a la boca. Madres que ya no saben con qué alimentar a sus hijos, como Lucía, que aunque apenas sabe escribir su nombre, tiene claro que el discurso político que lanza su marido no le sirve para que sus niños no tengan hambre. Que por mucho que las ideas sean importantes, ella sabe que valen más hijos sin honra que honra sin hijos.

Carlos dibuja con rabia, con indignación hacia la guerra y sus secuelas, trasladando al lector esa rabia en forma de puñetazos en el estómago. Directos, sin concesiones. No deja espacio a la respuesta, como esa magistral página donde muestra el efecto de un bombardeo, donde es capaz de trasladar al lector el dolor, el miedo, la desesperación con un realismo tan terrible que nos quita la respiración. Su argumentación es tan contundente que nos quita las palabras de la boca. Tenemos que bajar la cabeza y asentir con él que no hay historia que valga. Que la guerra, la puta guerra, es siempre una mierda.

Algunos dirán que las páginas de Carlos son una exageración melodramática y sensiblera.
Mentira.
Lo que ha ocurrido es que Carlos nos ha dado una bofetada y nos ha dolido, nos ha dolido mucho, lo suficiente como para llorar de rabia e impotencia.
Y nos da miedo reconocer nuestra debilidad. La escondemos echándole la culpa al autor, poniéndonos altivos e inventando mil teorías: que este hombre ya está mayor, que si es muy lacrimógeno…
Pero es mentira.
Carlos nos ha hecho daño porque nos ha descarnado la guerra. Nos ha hecho sentir por un momento lo mismo que sintieron aquellos que pasaban hambre y miserias.
Y eso jode. Mucho.

Álvaro Pons

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