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En 1971, la revista Trinca publicaba El Miserere, una adaptación de la obra de Gustavo Adolfo Bécquer firmada por un dibujante que, con apenas 30 años, acumulaba ya una carrera sobresaliente. Carlos Giménez había destacado por su personalísimo estilo de dibujo y por traer a España un acercamiento a la narración gráfica que bebía de la nueva percepción de la historieta que se estaba haciendo en Francia. Series como Delta 99 o Dani Futuro reescribían el género de ciencia-ficción con una mirada muy alejada de las historietas que se habían publicado en los populares cuadernillos de aventuras que llenaban los quioscos. Los guiones de Víctor Mora eran un soplo de aire fresco y de libertad creativa pese a las durísimas imposiciones de la censura franquista, que Giménez interpretaba desde una exploración de las posibilidades narrativas de la historieta que mezclaban con acierto las enseñanzas de autores clásicos americanos como Frank Robbins con los nuevos aires de dibujantes como Jean-Claude Mézières. Pero el éxito no era el fin: Giménez buscaba exprimir al máximo las posibilidades narrativas de un noveno arte menospreciado y considerado de segunda división por la alta cultura, lo que le espoleaba a sondear nuevas posibilidades. En El Miserere, Giménez abandona por completo los estrictos cánones de la historieta comercial para hacer un ejercicio de auténtica poética visual, de creación de ritmos visuales que provocaban fuertes reacciones sinestésicas en el lector, emociones en estado puro, sensaciones que llegaban del dibujo y se expandían por el resto de sentido con un impacto brutal.
Un aviso claro de que no quería quedarse en la superficie del éxito, de que Carlos Giménez vivía por y para la historieta, para contar historias con ella y demostrar que podía romper todas las preconcepciones. Y lo hizo a través de las páginas de la revista satírica El Papus con la serie España Una, Grande y Libre (1976), uniéndose a Ivà para dar el relato más fidedigno y contundente de la transición española y abriendo la puerta al cómic a ser el testimonio más directo de la realidad de nuestra sociedad. Era evidente que las intenciones de Giménez iban por caminos muy alejados del entretenimiento juvenil en el que se había encasillado al cómic tradicionalmente, y lo volvió a demostrar con una obra llamada a cambiar el cómic moderno: antes de que la autobiografía se hiciera un género habitual en los tebeos, mucho antes de que Spiegelman publicara Maus, décadas antes de que el concepto de memoria histórica se consolidara, Giménez contó en Paracuellos como vivió la posguerra, siendo niño en los hogares del Auxilio Social. Con los ojos del niño que era, plasmó sus recuerdos con exquisita fidelidad, pero su trazo mostraba la rabia por la injusticia, por el dolor, por el hambre, por la miseria. Y esos sentimientos llegaban al lector con la precisión de un cirujano y la potencia de un obús. Para los que no vivimos la guerra, para los muchos a los que se nos ocultó la realidad del franquismo, las historietas de Carlos Giménez fueron un brutal bautismo de conocimiento, de recuperación de una memoria histórica censurada y enterrada.
Desde 1977, Giménez siguió contando las historias de esos niños, pero también cómo crecieron y comenzaron a trabajar. Barrio y Los Profesionales aprovechaban el humor para contar historias tan tristes como reales, reconstruyendo la historia nunca escrita, la de las personas que nunca salen en los libros de historia. Un largo camino que le llevó, finalmente, a narrar el origen de esas historias: la guerra civil española. Él no la vivió, y se declaró muchas veces incómodo si no contaba historias vividas en primera persona, pero ese trayecto que le llevó a plasmar la historia de la otra España, la de los silenciados, le llenó de historias de la guerra, que le llegaban por amigos y amigas, por familiares, por personas desconocidas que agradecían el recuerdo con más recuerdos. Y, por fin, en el año 2007 se publica 36-39. Malos Tiempos, una tetralogía del horror de la guerra como nunca se ha contado y, sobre todo, como nunca se ha leído. Porque Giménez es un maestro contando historias pequeñas, haciendo que el lector sienta lo que sienten sus personajes, llore y ría con ellas, se entristezca y se alegre. Los tebeos de Carlos Giménez no se leen, se sienten. Y 36-39 es un puñetazo en el estómago: sentimos el miedo que llega a los huesos, el hambre espantosa e infinita, el olor de la muerte y la miseria… Y el dolor, que nos hace gritar basta ante la injusticia, ante la rabia por una guerra que se revela con todo su horror.
Con 36-39, Paracuellos, Barrio, Los Profesionales y España, Una, Grande y libre, Carlos Giménez crea un monumental retrato de la España que vivió la dictadura. Pero, no contento con ese hito, dio un paso más: reflexionó sobre el final del autor, sobre ese fin que tanto ha perturbado a muchos artistas. La “Trilogía del Crepúsculo” formada por Crisálida, Canción de Navidad y Es Hoy, es una reflexión descarnada sobre el ocaso del creador, sobre la muerte y el olvido, absolutamente despiadada en su conclusión hacia sí mismo. Un final que proyectó en obras como Punto Final o Mientras el mundo agoniza hacia sus propias creaciones, cerrando un círculo desde la lucidez que dan más de 60 años de carrera. Desde el magisterio del que es, sin duda, el autor más importante del cómic español y uno de los autores claves de la historia del cómic.
Álvaro Pons